lunes, 25 de enero de 2010

UNA MIRADA SOBRE EL EROTISMO EN OCCIDENTE / por Héctor Palhares Meza

El amor no es la eternidad; tampoco
es el tiempo de los calendarios y los
relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo
del amor no es grande ni chico: es la
percepción instantánea de todos los
tiempos en uno solo, de todas las
vidas en un instante.

Octavio Paz


La historia de la pasión remite al primer motor que los clásicos definieron como la vitalidad pulsante que inspira a hombres y dioses. Rostros y atavíos del erotismo articulan nuestro imaginario. Introversión y extroversión, en juego de miradas, tienden los puentes hacia las muchas lecturas e interpretaciones que el arte ha hecho sobre el amor corpóreo.
Amor que no dispensa de amar al que es amado, pronuncian los labios de Francesca de Rimini al narrar al poeta Dante Alighieri su apasionada historia. La conciencia del ser y el estadio inconsciente del actuar. Carne y espíritu; ambos abrevan en una misma esencia y son complementarios. La libido aborda y se desborda en múltiples lenguajes. Es el pathos del mundo helénico; la pasión que daba lugar a la vida misma, al origen y al sentido de la existencia humana. Deseo, entrega, sufrimiento y arrojo. Unicidad en el binomio: hombre y mujer a merced del amor.
La sensualidad se manifiesta en plenitud. En la historia de las culturas y de la religión se entrelazan las ópticas que abordan el tiempo del amor. Ceremonias, metáforas y enigmas justifican en el erotismo la condición humana imitadora de lo divino. Las figurillas de las primeras diosas de la fecundidad –llamadas venus– que el hombre paleolítico modeló para rendir culto a la fertilidad de la madre Tierra, anteceden a una larga cadena de representaciones alegóricas de la dadora de vida. Astarté-Inana-Ishtar-Indrani-Isis-Afrodita-Venus-Cihuacóatl-Tonantzin son iconos que rebosaron de símbolos investidos de amor. A partir de ellos, puede establecerse un recorrido visual por los espacios amorosos y eróticos del pensamiento y de la plástica.


Los grandes momentos del amor
Esta urgencia de bebernos cuando somos espirales contrarias que se trenzan y avanzan derribando su oleaje frente a frente hasta quedar fundidos en silencio.

Iliana Godoy

El amor nace de una separación […] nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada ser humano no es más que una mitad separada de un todo, condenada a caminar –ya no a rodar, como ocurría con los esféricos originales– de un cuerpo a otro, en busca de su mitad correspondiente, apunta el investigador José Ricardo Chaves siguiendo a Aristófanes. Eros y ágape representaron para los clásicos la comunión entre lo físico, carnal, sensual, por un lado, y la espiritualidad del amor, por el otro. Punto de encuentro de la pasión erótica del que ama y la del amado. Platón, Ovidio y Apuleyo abordaron la esencia del amor a través de mitos y alegorías que forjaron el imaginario antiguo. Eros y Psique; Apolo, Dafne, Clície y Leucotoe; Ciniras y Mirra; Afrodita y Adonis; Zeus en sus devaneos con Danae, Europa, Leda o Ío, dan cuenta del amor y de la pasión que seducen a dioses y mortales.
En el Banquete Aristófanes señala […] cada parte echaba de menos a su mitad, y se reunía con ella, se rodeaban con sus brazos, se abrazaban la una a la otra, anhelando ser una sola naturaleza […] en consecuencia el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor […]. El andrógino fue el origen del carácter individual de los opuestos. Hombre y mujer, desprendidos de su unicidad primigenia, quedan a merced del castigo de los dioses de reencontrarse y volver al comienzo. La naturaleza incompleta del ser humano era para los clásicos fuente de inspiración mítica, poética y literaria. Metamorfosis, cambio perpetuo, tránsito del alma en el cuerpo para alcanzar la perfección.
Heredero de las connotaciones signadas del amor, el Medioevo las articuló en la coyuntura del amor humano y el divino. En la versión mística de Bernardo de Claraval, la Virgen María fue venerada como Notre Dame –Nuestra Dama–, advocación caballeresca de un nuevo sentido devocional mariano. Así, lo laico y lo místico se entrelazaban en la experiencia amorosa.
El amor cortés y el llamado Dolce Stil Novo (Dulce estilo nuevo) –que idealizó a la mujer en la Italia del siglo xiii– sedujeron a la fémina con coplas y poemas. La virginidad, la docilidad y la obediencia conformaron el arquetipo durante este periodo. Por su parte, en la serie de tapices La dama y el unicornio (Flandes, último tercio del xv) que resguarda el Museo de Cluny en París, una aristócrata habita el jardín cercado que emula el paraíso terrenal. Vegetación y fauna abundantes y pletóricas de simbolismo, junto con objetos que aluden a los cinco sentidos y al amor corpóreo, la invisten con los valores de la época: el unicornio muestra su perenne pureza y el pequeño cánido refiere a la sumisión ante el marido y ante Dios. Un espejo y otros objetos vinculados con la vanitas mundi refieren a los amores terrenales, mientras ella contempla y es contemplada como criatura predilecta del Señor.
El Humanismo abrevó en las fuentes grecolatinas también y se acercó a las pasiones del hombre por el hombre mismo. Antiguos mitos y pasajes alegóricos exaltaron la belleza evocadora del amor y del cuerpo. En la tabla Venus y Marte (1483) del artista florentino Alessandro Botticelli, sita en la Galería Nacional de Londres, la sensual figura del patrón de los guerreros reposa con placidez ante la mirada furtiva de la divinidad del amor. El Renacimiento enfatizó el papel del hombre como parte medular del interés humanista y científico. La anatomía y sus grandes misterios ocuparon la atención lo mismo de Leonardo da Vinci en sus conocidos dibujos, que la de Miguel Ángel Buonarroti en las figuras de la Capilla Sixtina del Vaticano. Un aletargado Adán tiende su dedo y mira al Padre quien le da la vida; mientras, la sensualidad de su volumen corpóreo se arroja inclemente sobre el espectador.
El Nuevo Mundo fue testigo de una interacción cultural sin precedente. Los antiguos ritos sensuales de pueblos como el Huasteco o el Mexica se proyectaron en el imaginario occidental. España trajo consigo no sólo la cruz sino prácticas amatorias y de cortejo que había heredado de la coexistencia de cristianos, moros y judíos en la Península Ibérica. Mestizaje étnico y emocional en el que resonaban herbolaria y cantos de trovador.
El Barroco exaltó la sensualidad de las monarquías reales, siendo la de Versalles en Francia su gran paradigma. Son relaciones peligrosas, clandestinidad y erotismo que celebran la desnudez de la mujer. Artistas como Jean Baptiste Chardin, François Boucher, Jean-Marc Nattier o Jean-Honoré Fragonard captaron en sus pinturas la belleza fascinante y extrovertida del ideal femenino en la vida cortesana. El rol protagónico de las amantes reales –como la célebre madame de Pompadour, favorita del rey Luis xv– devino en un lenguaje de coquetería y seducción escondido tras el movimiento sutil de un abanico, un pañuelo estrujado o el escote irreverente que acentuaba las gracias femeninas en el ámbito de la moda. Exceso, rebuscamiento, exquisita hipocresía y moral liviana entretuvieron a la alta sociedad dieciochesca hasta el colapso que trajo consigo la Revolución de 1789.
El Neoclásico volvió su mirada de nuevo a la Antigüedad –con particular énfasis en las entonces descubiertas ciudades italianas de Herculano y Pompeya– para mostrar la esencia del amor siguiendo los patrones clásicos. El fresco La Venus de la concha o el bronce Fauno danzante que resguardaron durante siglos las villas pompeyanas eran mirados con interés no sólo arqueológico sino referencial de los usos y costumbres del mundo romano en los inicios de la era cristiana. Madame Récamier de Jacques-Louis David reposa sobre un triclinio, a la manera de algunos retratos clásicos, en una composición que enfatiza la elegancia y el atractivo de la dama. Del mismo modo, las figuras del artista de la corte napoleónica, Jean-Auguste-Dominique Ingres, fueron permeadas con una pincelada que evoca el erotismo del pasado grecolatino. La piel nívea y la mirada casi ausente de las damas que dieron lugar a la visión amorosa del siglo xix, conviven con turgentes esclavas negras que atienden a la gran odalisca. Reminiscencias todas de la sensualidad cortesana del Islam que cautivó el pincel y la memoria de los viajeros europeos. Harem, baño turco, abanicos de pluma de avestruz, turbantes multicolores y gemas emuladoras del encanto y delicadeza de la mujer; ecos de Las mil y una noches atraen las historias de Sherezada y sus evocadores pasajes cargados de aventura y misterio.
El Romanticismo buscó la libre inspiración del artista y de esta manera triunfó el sentimiento sobre la razón. Eugène Delacroix y sus contemporáneos recrearon grandes temas de la Edad Media y el exotismo oriental. Mujeres atrevidas y voluptuosas –junto con figuras melancólicas y ebúrneas– inundan el espacio plástico de los románticos. La muerte de Sardanápalo de Delacroix, que conserva el Museo de Louvre en París, expone arrebato y suicidio en binomio con seducción. Asimismo, la idea de un amor cruel y sin reciprocidad como el de Werther –obra capital de Goethe– detonó la sensibilidad decimonónica. Una carta, el pétalo de una rosa aprisionado en las páginas de un libro, el prototipo del amor que se interrumpe por un destino incierto o por la muerte –como Marguerite Gautier, la Dama de las camelias de Alejandro Dumas– revistieron el imaginario de toda una época.
Auguste Rodin y Camille Claudel, binomio de la discípula-amante y el gran maestro francés de la escultura moderna, indagaron los temas mitológicos para encontrar en ellos la pasión amorosa contenida en el movimiento y en la libertad. El beso como icono del amor occidental –que retrata el amor adúltero de Paolo Malatesta y Francesca de Rímini– entra en diálogo con La eterna primavera (1884) y con Psique contemplando al amor (1906), obras de Rodin que exploran en mármol la palpitante vocación de la entrega: Céfiro abraza a Flora y la ciñe con fuerza mientras acontece el rapto; la curiosidad de Psique enciende su lámpara de aceite para descubrir el cuerpo del amado que reposa. En contraparte, Claudel modeló El vals (1893) como preludio del fin de su vínculo con Rodin y del confinamiento psiquiátrico por casi treinta años. Adolfo Ramírez Corona apunta sobre esta pieza:

Casi salen del espacio virtual de la escultura, rompiendo sus ataduras […] para alejarse a danzar libremente por el salón imaginario. La tensión aumenta por el modo en que en un juego de ilusión perfecto los rostros de ambos amantes se entretocan.


Más allá del espacio cerrado e introvertido de los románticos, el Impresionismo francés abordó los escenarios plenos de luz. Cuerpos femeninos en la orilla de un estanque son depositarios de la pincelada que rescata –como apuntaba Neruda– sus líneas de luna [¨…] como el trigo desnudo. La mirada indiscreta del voyeur se filtra por el ojo de la cerradura para atisbar la figura incitante de una bañista que seca su cabello rojizo, húmedo de sensualidad. Después del baño (1891) de Edgar Degas y Desnudo bajo el sol (1875-76) de Pierre-Auguste Renoir contagian su voluptuosidad.
El último tercio del siglo xix indagó en el espíritu y en la forma de la femme fatal, protagonista en el escenario de exceso y banalidad de la llamada Belle Époque. El ritmo del can-can y de la bohemia parisina quedó atrapado en lienzos de Henri de Toulouse-Lautrec, como en los célebres retratos de Jane Avril bailando (1892) y La payasa Cha U Kao (1895), pletóricos de encanto y sensualidad. El simbolismo y el decadentismo hicieron lo propio hasta recurrir al cuerpo como agente de toda fascinación. Egon Schiele y sus Dos mujeres (1912) y Gustave Klimt con Judit y Holofernes (1901) arrojan sobre el espectador una carga erótica que se convierte en dogma.
El siglo xx dio cuenta de los nuevos significados que ocuparon a los artistas con respecto al desnudo y a la seducción. Pablo Picasso en su obra capital, Las señoritas de Aviñón (1907), replanteó lo figurativo y lo abstracto en cinco mujeres que ven y son vistas desde la atmósfera sórdida y pulsante de un prostíbulo catalán. Asimismo, Desnudo rojo (1917) de Amedeo Modigliani o Leda atómica (1949) de Salvador Dalí abordarían con su sensibilidad el eterno femenino en el ardor de la Vanguardia.



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