lunes, 25 de enero de 2010

TODAS LAS MUJERES DE MILO MANARA…Y un viaje felliniano. / por Paolo Pagliai

Él está volviendo a casa. Un enésimo regreso. El avión vuela alto. Sin compromisos. Él está viendo una película con el gordo y el flaco. Stan y Oliver, prisioneros de un experimento equivocado, reducidos al tamaño de un niño. Más chiquitos que un niño. Están en el baño: Stan, el flaco, viendo al lavabo, y el gordo, Oliver, sentado en el borde de la tina, pero los pies no alcanzan el piso. La gente, en el avión, ríe. Él mismo ríe. Como el avión, sin compromisos.
Afuera llueve. El avión “navega” como un barco en la tempestad. Vuela a ciegas.
Es la película jamás hecha más famosa de la historia del Cine: “El viaje de G. Mastorna mejor conocido como Fernet”, un sueño de Federico “el grande” Fellini.
El cielo es amenazante, el viento crece y empieza una verdadera tempestad. El DC 8 arranca en el océano agitado de nubes negras y la voz de una sobrecargo dice “Atención, por favor. Por causa de dificultades técnicas, nos vemos obligados a un aterrizaje de emergencia.”
Quizás en la película no hubiera sido importante, pero en la nueva vida del sueño, la voz toma el semblante y las curvas de una de las mujeres de Milo Manara. Sí, porque en 1991, Fellini “el grande” decide transformar el sueño de celuloide en una criatura de tinta y papel, un cómic. Elige inmediatamente a Milo Manara, su amigo y autor de las fantasías eróticas más atrevidas del mundo de las “nubes parlantes”, para traducir al nuevo lenguaje todas esas historias que no tuvieron suerte con la pantalla grande.
La falda cortísima, un improbable uniforme que distrae el lector de la gravedad del momento: “En esta línea puede pasar. Tenemos que mantener la calma. El comandante tiene derecho a toda nuestra confianza.”
La belleza inquietante y sorpresivamente real de las mujeres de Manara, invade las páginas de Mastorna, llenan su viaje, significan su personalísima odisea. Su nostos. La gente busca, con la mirada preocupada, el aeropuerto de la salvación: un hombre elegante mira angustiado a su vecino que pregunta: “¿Y el aeropuerto? No logro verlo…”. Una mujer, otra, la boca entreabierta, los lentes grandes. Sexy. Es ella que nota, entre las nubes y los relámpagos, una catedral gótica.
Como por encanto, el avión aterriza, justo frente a la entrada principal de la enorme iglesia. En una ciudad dormida. Parece Colonia.
En una atmósfera irreal la gente baja del avión, lanzándose por una resbaladilla inflable. “¡Ándale! Imagínese estar en un parque de diversiones…” También la bella señora, la de los lentes grandes, se deja caer por el largo camino de goma: la falda se levanta y deja ver todo lo invisible, las piernas largas, los calzones blancos…
Milo Manara, clase 1945, tiene una verdadera manía por las mujeres. Sus heroínas son atrevidas, amorales, dominadoras, concientes de su propia belleza, descaradas, provocantes, siempre sobre las líneas, indomables. Pertenecen a un imaginario que va más allá del machismo fácil, son más bien el producto de un esfuerzo creativo que surge de la lectura sinérgica e integrada de autores fundamentales como Anaís Nin, Apollinaire, De Sade. Finalmente, las seductoras creaturas de un juego: le declíc de un artista.
Un juego hecho de memoria, olores, sabores, imágenes confundidas por el tiempo pasado; quizás el mismo juego de Federico Fellini, él también demiurgo de sueños poblados por mujeres.

Para mí las mujeres, entonces, eran en su mayoría las tías. Ya había oído, es cierto, de una casa con algunas mujeres adentro… Dora en la calle Clodia, cerca del río. La Dora del Fiom, la Dora del río, le decían. Pero cuando se decía 'la mujer', me venían a la mente sólo las tías que hacían los colchones, o las mujeres de la calle Gambettola, que trabajaban por mi abuela, y que pasaban al tamiz el trigo. Así que no entendía. Luego vi que las tías eran diferentes, porque la Dora, cada quince días, rentaba dos coches para exhibir a la nueva camada, como propaganda. Fue entonces que noté a mujeres pintadas, con velos extraños, misteriosas, que fumaban cigarrillos con boquilla de oro. Las nuevas mujeres de la Dora.


Quizás la memoria, entonces, es mentirosa y traicionera, y el juego lleva a la construcción de una mujer inventada, funcional a las necesidades del autor. La señorita Claudia de Le Declíc o Miele – heroína de miles de historias- no sirven otra causa si no la de Manara. Una de las mujeres de “La città delle donne” mira a los ojos a Fellini-Mastroianni y opina sobre el hombre creador, el “macho” que sueña:

La canalla es siempre la misma: nosotras, las mujeres, somos sólo un pretexto para que él sea capaz de contar, una vez más, el bestiario, el circo, su neurótico teatro. Y nosotras aquí como payasos, auténticas marcianas, enseñando nuestro amor, y todo nuestro sufrimiento. Este sombrío, triste, agotado personaje, debe saber, una vez por todas, que no somos marcianas, que habitamos la tierra, esta tierra, pero ya no como fertilizante (…). No nos conoce y no puede conocernos, pero esto será su error fatal: ya que, encerradas en la oscuridad de su harén, o aisladas en nuestros guetos de miseria o lujo desenfrenado, tuvimos tiempo para espiarlo, observarlo, a nuestro carcelero, nuestro patrón. Oh sí, ahora te identificamos, y sabemos todo de ti: eres tú el payaso, eres tú el marciano.


Es como si las mujeres descaradas de Manara o las voluptuosas, pero no necesariamente bellas, de Fellini, fueran – más que nada - la representación carnal de la debilidad absoluta de sus creadores.
“¡Quiero una mujer!” grita uno de los personajes lunáticos del “amarcord” de felliniana memoria, pero -evidentemente- no sabe de qué mujer se trata.
La que precipita, sin pena, con las piernas abiertas, de la salida de emergencia del DC 8 donde estaba el señor Mastorna, es una de esas mujeres.
“¿Y nuestro equipaje?”, pregunta la gente preocupada. “Ninguna preocupación, están subiendo todo a un camión.”, dice con voz tranquila un sobrecargo, sonriente. Afuera la catedral imponente y el avión perfectamente -demasiado- estacionado en la plaza. De las ventanas, centenares de personas, extraños e inusitados espectadores que gritan y aplauden… Él, G. Mastorna mejor conocido como Fernet (un nombre de clown), Mastorna en persona, que hace la reverencia, agradece al público, se quita el sombrero y satisfecho se justifica: “Los aplausos son parte de mi vida. Yo soy uno que trabaja también por estas satisfacciones… Era… Disculpen. Me siento un poco confundido…”
Y en la confusión que acompaña la muerte, porque nadie sabe cómo es la muerte, cómo pasa todo, cómo es que uno termina con todo, en la confusión que acompaña la muerte, se le acerca la sobrecargo, bellísima, una de esas mujeres que observan y que sirven el imaginario del hombre. Lo invita a subirse a un trineo. Se sienta con él. Lo protege debajo de su capa. Él, como en una metáfora descarada, acepta. Se siente bien. Seguro. Ella se parece a… Le recuerda a… “Me lo dicen todos… A un cierto punto de la vida, nos parecemos siempre a alguien.”
Es inevitable recurrir, con el pensamiento frágil de la memoria personal, a los versos inspirados del poeta Fabrizio De André:

La muerte vendrá de repente
Tendrá tus labios, tus ojos
Te cubrirá con un velo inmaculado
Y callada se dormirá a tu lado.
En el ocio, en el sueño, en batalla
Vendrá sin palabra o rumor
La muerte va directo al blanco
No toca ni cuerno ni toca tambor.

Así, la cabeza recargada en el pecho generoso de la extraña señora, G. Mastorna mejor conocido como Fernet (un nombre de clown) llega a un lugar que parece un antro, un night club de lujo, la sala de un restaurante exclusivo, de un hotel para ricos.

Por las noches el Grand-Hotel se transformaba en Estambul, Bagdad, Hollywood. En las terrazas, protegidas por cortinas de plantas, quizás se tenían reventones al estilo de Ziegfield. Se entreveían las espaldas desnudas de las mujeres que parecían doradas, abrazadas por brazos varoniles en smoking blanco, un viento ligero y perfumado nos traía, a veces, musiquitas sincopadas, lánguidas hasta desmayarse. Eran los motivos americanos: sonny boy, I love you, alone, que ya habíamos escuchado en el cine Fulgor y que, por enteras tardes, habíamos tatareado, con Xenofontes sobre la mesa y la mirada perdida en la nada, la garganta cerrada.


Es nuevamente la voz de Fellini que nos acompaña adentro de los diseños de Manara; nos parece escuchar los sonidos y se genera en nosotros esa rara nostalgia para el no probado que nos invade siempre cuando caemos presas de la memoria de los demás…
No hay luz en el gran salón. Todo está en la penumbra. La bailarina esta noche dará su extraordinario espectáculo entre decenas de velas. Se llama Nity, la bailarina; es bella, seductora, misteriosa, vestida con velos trasparentes que nada dejan a la imaginación.
La danza es sensual, una danza del vientre que, como afirma uno de los asistentes “Provoca el llanto. Hasta de las cocinas vienen a verla. Nos hace llorar a todos.” Manara fija su mirada -nuestra mirada- ahora en la boca, siempre entreabierta, ahora en las piernas, largas y sinuosas, ahora en el ombligo, perfecto e insospechable. Nadie puede imaginar el epílogo del espectáculo. Ella llora, sufre, y en su sufrimiento inexplicable, reside toda la esencia del momento. Pero el público es distraído por el cuerpo, y no piensa en el dolor. Ahí nadie piensa en el dolor. No hay ni espacio ni tiempo para el dolor.
De un lado obscuro de la sala, me imagino al poeta Giorgio Gaber, dejando garabatos en la mesa sucia y mojada de miles de licores. Un hombre, macho, varón, que reflexiona sobre la representación de la mujer, sobre la apropiación indebida de la esencia de una persona.

Una mujer envuelta en un hábito elegante
Una mujer que custodia lo bello
Una mujer feliz de ser serpiente
Una mujer infeliz de ser esto o aquello.
Una mujer que a pesar de los hombres
No confía en esas cosas blancas
Que son las estrellas y la luna
Una mujer que no le gusta la fidelidad canina.
Una mujer nueva, recién nacida
Antigua y digna como una reina
Una mujer segura y temida
Una mujer vulgar como una patrona.
Una mujer tan suspirada
Una mujer que esconde todo
En su incomprensible mundo interior
Y que, después de todo, es un espíritu claro como el sol. (…)

Una mujer que resiste tenaz
Una mujer diversa y siempre igual
Una mujer eterna que cree en la paz
Una mujer que se obstina a ser inmortal.
(…)
Y se esta maldita necesidad
Dejara en paz a sus deseos
Y si ya no les afectaran los cortejadores
Entonces tendríamos a los hombres de un lado, y del otro
Un mundo de mujeres tan bellas
Que no necesitarían
Encariñarse con la mentira de nuestro sueño.


Sí, la mentira del sueño. A pesar de la belleza, más allá de la sensualidad del baile, las lágrimas que disuelven el maquillaje y dejan largas líneas negras a lo largo de las mejillas, llaman la atención de los asistentes. Los que saben, los que ven el espectáculo todas las noches, por la eternidad, lo saben: “¡Ándale!”, exclama la cocinera que ha dejado las ollas para ver, como siempre, ese número milagroso. “El momento se acerca. Me explota el corazón.”
La música insiste, cruel, y ella, Nity, la bailarina, la mujer que Manara diseña para dar forma y rendir justicia al sueño incumplido de Federico Fellini; ella, el vientre, la boca, las piernas, finalmente grita: “Es atroz, pero tengo que hacerlo… ¡Auxilio! Ayúdenme…”. Se deja caer. La cara en contra del piso. Las piernas abiertas. Los puños cerrados.
Esta vez, no hay malicia. El dolor finalmente no deja cabida al deseo. Un cocinero, los ojos rellenos de llanto, agradece en voz alta esta nueva heroína. G. Mastorna mejor conocido como Fernet (un nombre de clown) no entiende y sin embargo, junto con todos nosotros, percibe que se trata de algo importante. De un dolor importante.
No es el dolor físico de Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire; no se trata tampoco del sádico placer de Las ciento veinte jornadas de Sodoma imaginadas por el marqués De Sade; no se trata del juego pervertido de Von Sacher-Masoch. Descubrimos o redescubrimos, como por encanto, que las mujeres de Fellini, las irresistibles mujeres de Manara, más allá de toda perversión representan una rara ancla de esperanza.
Sí, nadie se lo espera, pero Nity da a luz un niño. Como todas las noches, por la eternidad, ella baila, sufre y, luego, se hace protagonista del milagro de la vida.
Todos festejan, brindan con las copas llenas. También G. Mastorna mejor conocido como Fernet (un nombre de clown), también él brinda y festeja. Todos esos muertos del desastre del DC 8 que se estrelló en contra de la catedral de Colonia, están festejando la vida.


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